02 Feb Giordano Bruno, rebelde sin causa
Fue condenado a muerte por defender sus «revolucionarias» ideas científicas: afirmar que la Tierra gira alrededor del Sol. Al menos aparentemente, porque su “herejía” podría ir más allá de las teorías científicas y haber sido el detonante de una escisión que aún persiste en nuestro mundo occidental: la ruptura entre ciencia y religión. Por si fuera poco, coqueteó con la magia e hizo gala de una envidiable -y peligrosa- independencia intelectual. Cuatrocientos años después, la figura de Giordano Bruno resulta más actual y polémica que nunca.
¿Publicado originalmente en la revista Más Allá en febrero del 2000)
Hace 400 años, el 17 de febrero de 1600, Giordano Bruno ardía en la hoguera. Perseguido por los calvinistas, excomulgado por los protestantes y finalmente condenado por la Santa Inquisición como «herético impenitente, pertinaz. obstinado expulsado del seno de la Iglesia católica», fue entregado al brazo secular de la Iglesia católica para que la condena se cumpliera.
Pero, ¿quién fue Giordano Bruno? ¿Por qué este italiano que nació en Nola (una localidad cercana a Nápoles) en 1548, y que ingresó en un convento dominico en 1563, fue repudiado, perseguido y condenado hasta la muerte por algunas de las corrientes religiosas al uso?
UN HOMBRE CON MUCHOS ROSTROS
Para unos propició una revolución en el campo científico, para otros fue un gran mago que confeccionó un tratado para conseguir el poder de los demonios, para unos terceros tuvo la osadía de cuestionar la virginidad de la Virgen María y el carácter divino de Cristo, y para unos más fue un propulsor de la libertad de pensamiento. Ciencia, magia y libertad es una mezcolanza sugestiva e inquietante a la que Bruno añadió unos ingredientes explosivos que activaron la espoleta de la susceptibilidad en los poderes de la época. ¿Qué ingredientes le llevaron a la muerte? Para algunos astrónomos, Giordano Bruno evitó que la teoría heliocéntrica de Copérnico -según la cual el Sol no es el que gira alrededor de la Tierra, sino que es esta la que gira alrededor del Sol- cayera en el olvido. Bruno construyó un puente entre Copérnico y Galileo lo suficientemente sólido como para cambiar toda la concepción científica sobre el Cosmos. Galileo, amigo de Bruno, confirmó entonces con sus observaciones a través del telescopio (se dice que lo inventó el propio Galileo) la puerta abierta por Copérnico. Y Galileo también murió condenado por la Inquisición, claro. Para algunos herméticos, Giordano Bruno recuperó la magia de los sacerdotes egipcios (ver uno de los recuadros), recogida por Hermes Trismegisto. Para ello elaboró un misterioso libro que lleva por título «Los treinta sellos», una de las más enigmáticas obras de Bruno, que tenía como finalidad formar a magos a través de un recorrido virtual por el Cosmos dibujado en unos diagramas. Bruno lo llamó mnemotecnia mágica.
Pero para algunos filósofos y políticos, Giordano Bruno fue, sobre todo, un saludable provocador -según unos-, egocéntrico, y según otros, un individuo que despreció el poder temporal ejercido por la Iglesia católica sobre todo al afirmar que Dios ha creado infinitos mundos parecidos a la Tierra, que Cristo hizo milagros sólo aparentemente y que no hay castigo para el pecador. Incluso recomendó lo que llamaba los «amores vulgares», aunque él prefirió centrarse en los «amores heroicos», según sus palabras. Ahora, recién entrado el siglo XXI, algunos investigadores apuntan que Bruno también sembró la semilla que propició esa desesperante escisión entre ciencia y religión que ha afectado profundamente al desarrollo de nuestra cultura occidental. ¿Qué hay de verdad en todo ello? ¿Qué incidencia ha tenido Bruno en nuestra sociedad? Veamos todos estos aspectos.
El poder de los demonios
«Los magos tienen por axioma que Dios influye en los dioses, los dioses en los astros, los astros en los demonios, los demonios en los elementos, los elementos en los sentidos, los sentidos en el alma, el alma en el animal entero», afirma Bruno en su obra sobre magia. Y más adelante prosigue: «Para los demonios es más fácil penetrar por los cuerpos e introducir pensamientos, hasta tal punto taponan nuestros sentidos con ciertas impresiones sensibles, que a veces nos llega a parecer que estamos imaginando por nosotros mismos aquellas cosas que ellos nos sugieren». No parece el texto de un precursor del cientificismo precisamente. Pero vayamos por partes. Primero conviene aclarar, para evitar confusiones, que cuando Bruno utiliza la palabra «demonio» se está refiriendo a una categoría de espíritus que podían ser tanto seres malignos como benignos, pues para los pensadores antiguos «demonio» no tenía por qué identificarse con el diablo, sino que era el diminutivo de daimon. Así no es de extrañar que Bruno resalte la importancia que tiene para el mago el conocer exactamente toda clase de demonios y cómo operan, pues según afirmaba, el trato con estos seres despierta en el mago la capacidad de ver más allá. El demonio se compromete ante el mago a hacerle entrega de sus poderes y facultades. Para Giordano Bruno, a través de los demonios se consigue una exacta descripción de los mecanismos que se desencadenan en la Naturaleza y, por extensión, en todo el Universo. Sin embargo, todo este conocimiento herético no era suficiente. No bastaba con identificar demonios y darles nombre. El mago precisaba conocer el arte de vincularlos. Y el gran vinculador, dice Bruno, es el amor. Sin amor, la magia no es operativa.
Erotismo y mística
He ahí una de las claves que tanto incomoda a los sectores más ortodoxos: el erotismo al servicio del conocimiento. Y más aún cuando quien afirma esto es un sacerdote, como era el caso de Giordano Bruno, ordenado en 1572. Para Bruno, sin erotismo no hay conocimiento sobre la Naturaleza. Es más, sin sumergirse en una relación erótica, no hay transformación personal. El mago consigue transformarse a través de las dos Venus, en referencia tanto al amor cortesano como al divino. En este aspecto, Giordano Bruno se inspira en Cornelio Agrippa, discípulo de Paracelso. Bruno afirma que el furor del amor apasionado es una experiencia que convierte al alma en divina y heroica, algo parecido a las palabras del discípulo de Paracelso: «El furor amoroso, proveniente de Venus, transforma el espíritu del hombre en una divinidad gracias al ardor amoroso le convierte en algo completamente semejante a Dios, en una verdadera imagen de Dios». Son palabras que recuerdan a todas aquellas agrupaciones heréticas que reivindican la feminidad para alcanzar el conocimiento. Grupos que la Iglesia católica no ha dudado en perseguir y aniquilar, según relata la Historia. No es de extrañar, pues, que Giordano Bruno acabara en la hoguera. Eso ocurría el 17 de febrero de 1600. Pero, ¿qué dice el catolicismo cuatrocientos años después?
Cuatrocientos años después
La Iglesia del siglo XXI no sabe qué hacer y, como en toda institución, en su seno existen divergencias. Pese a la opinión contraria del sector más conservador del Colegio Cardenalicio, el Papa Juan Pablo ll celebrará el próximo 8 de marzo un gran acto de penitencia en Roma donde se prevé una petición de perdón por los errores cometidos por los católicos a lo largo del segundo milenio. Esta postura es apoyada por Gabino Díaz Merchán, arzobispo de Oviedo y expresidente de la Conferencia Episcopal Española, quien se manifiesta partidario de que la Iglesia revise sus errores en la Historia, según indicó en el sínodo de los obispos europeos el pasado mes de octubre. Pero si el lector de estas líneas piensa que la Iglesia va a admitir de verdad sus errores, las palabras de monseñor Rino Fisichella, vicepresidente de la comisión teológico-histórica que prepara este «acto penitencial», lo desanimarán enseguida. Cuando a monseñor Fisichella se le preguntó si es imaginable que el 8 de marzo el Papa nombre a Giordano Bruno en la petición de perdón, éste respondió tajante: «Lo excluyo». Una opinión compartida por el cardenal Camillo Ruini, presidente de la Conferencia Episcopal italiana, cuando se le inquiere por Giordano Bruno. ¿Deberemos esperar otros cuatrocientos años? No lo sabemos. Pero cada vez coge más fuerza la idea de que Bruno no fue a la hoguera por defender la teoría heliocéntrica de Copérnico, según comentan a MÁS ALLÁ tanto masones como rosacruces.
Un dominico que no lo es
Se sabe que Giordano Bruno estudió las obras de Ramón Llull, Copérnico y Nicolás de Cusa casi desde el principio de su entrada en la Orden de los Dominicos y, sin duda alguna, fue influenciado por ellos. Sin autorización de los dominicos y una vez ordenado sacerdote, abandonó el convento y viajó por Europa dando clases en distintas universidades. Estuvo en Ginebra, Toulouse, París, Londres, Oxford… alterando siempre a las mentes demasiado relajadas. Su espíritu independiente le produjo enemistades entre las autoridades eclesiásticas, especialmente entre los dominicos, pues los «cannis Dei» (“perros de Dios”) -como se autodenominaban-, eran los encargados de la perpetuación de la pureza de la fe y, en consecuencia, de la Inquisición, según nos comenta Ángel Martín Velayos, miembro de una de las órdenes Rosacruz que hay en España. Y añade: “Por ello, bajo ningún aspecto, podían permitir que alguno de ellos, por muy brillante que fuera, se alejara un ápice de esa línea. Para Martín Velayos está claro que la gran contribución a la ciencia y a la sociedad por parte de Bruno no fue su aspecto astronómico o filosófico, sino su independencia de pensamiento, que le condujo a ser perseguido, juzgado y ejecutado.
El signo de la independencia
Si bien todo el mundo parece estar de acuerdo en que Giordano Bruno portaba en sí la semilla de la independencia, en cambio surgen discrepancias cuando se trata de valorar qué pretendía con ella. Por ejemplo, en algunos medios académicos se apunta que siguió los pasos de Ramón Llull, lo que podría dar una pista de porqué la Inquisición le condenó. No hay que olvidar que Llull intentó conseguir que tanto el islamismo como el cristianismo y el judaísmo convivieran juntos, cosa que el catolicismo no quiso aceptar. Un aspecto que MÁS ALLÁ trató de confirmar con Francisco Torralba, coordinador de estudios sobre el famoso filósofo y escritor mallorquín en la Universitat Ramón Llull de Barcelona, quien se mostró contundente: «Lo único que hay de común entre ambos filósofos es la extrañeza o curiosidad por lo herético». En ese mismo sentido también se han manifestado algunos antropósofos, quienes además añaden: “El drama de Giordano Bruno es que en su interioridad surge el impulso de sí mismo y piensa que eso es todo, sin poderlo integrar en el otro”. Con lo que no dudan en calificarle como un revolucionario egocéntrico, preocupado solamente por defender sus verdades.
Verdades que ya fueron formuladas muchos siglos atrás, como afirman algunos teósofos (ver recuadro). Así pues, ¿qué nos queda de Giordano Bruno?
La escisión entre ciencia y religión
Para algunos investigadores hay un hecho evidente: si no hubiera sido por Bruno, la obra de Copérnico no habría sido ni tan siquiera considerada. El propio Copérnico la mantuvo en secreto durante años, y cuando se difundió no encontró grandes obstáculos ni produjo conmoción alguna hasta finales del XVI, a pesar de que contradecía implícitamente la visión de la Biblia.
La Iglesia católica toma conciencia del peligro con Giordano Bruno. Éste propone una justificación muy especulativa del sistema copernicano que llamó la atención de sus contemporáneos, entre otros, la de Galileo. La teoría copernicana se convirtió entonces en tema de conversación. Incluso los protestantes y calvinistas condenaron la nueva doctrina.
Pero no es esta la herencia de Bruno, pues en la práctica el sistema propuesto no resultó ser mejor que el de Ptolomeo, ya que las observaciones astronómicas fueron escasas y poco precisas. La cuestión radica en que, para justificar su sistema, Giordano Bruno siembra la escisión entre la razón científica y la razón religiosa. Y en Occidente, a diferencia de Oriente, se inicia la separación de los saberes.
Esta separación tiene una doble consecuencia. Por una parte, la Iglesia católica pierde una importante parcela de poder o control sobre el conocimiento, que ya no estará mediatizado por razones teológicas o dogmas de fe. El catolicismo pierde así el monopolio del saber y de ahí su virulenta reacción hacia Bruno, que parece persistir en pleno siglo XXI.
Pero, por otra parte, a este nuevo conocimiento también se le despoja de una ética. A partir de entonces, la ciencia evolucionará al margen del ser humano y surge una ciencia materialista y positivista, lo que algunos investigadores han dado en calificar “desmoralización de la ciencia». Por eso no les extraña que se fabriquen bombas atómicas, se atente contra el medio ambiente o que la medicina oficial prime los intereses de los grandes laboratorios antes que los de las propias personas. Lo sagrado queda huérfano de la ciencia, y la ciencia queda huérfana de toda ética y moral. Se produce la falsa separación entre sujeto y objeto como si el observador no tuviera influencia sobre la naturaleza de lo observado.
Afortunadamente, un importante sector de científicos reivindican actualmente que la ciencia en Occidente vuelva a estar al servicio del ser humano. Que entre la ciencia y lo sagrado no sólo es posible tender puentes, sino que es necesario. Lo rubrican personalidades como Fritjof Capra o Gary Zukav, así como todos aquellos investigadores que se inspiran en la obra científica de Goethe, Rudolf Steiner y tantos otros. La ciencia -dicen- debería caminar hacia la consecución de una sociedad más llevadera gracias al guiño cómplice con la Naturaleza para mejorar las condiciones vitales del ser humano, no para amenazarlo o castigarlo. El reto sigue.
Artículo publicado originalmente en la revista Más Allá el mes de febrero del 2000
¿Heredero de la magia egipcia?
En los últimos años, las investigaciones de arqueólogos como Robert Bauval o escritores como Graham Hancock y John West nos están ofreciendo una visión de las civilizaciones antiguas bien diferente a la mantenida aún hoy por muchos, al reconocer que algunas culturas poseyeron conocimientos científicos y astronómicos que el paradigma actual no concebía como posibles en esas épocas. Pero estos investigadores modernos no han sido los primeros en descubrir la relación entre la distribución de monumentos como las pirámides de Gizéh y algunas estrellas de la constelación de Orión, por citar un ejemplo. Ya hace 400 años, Giordano Bruno conocía estas relaciones entre el Cosmos y la Tierra gracias a la traducción de un manuscrito griego, el «Corpus Hermeticus», un texto que fue llevado por un monje de Macedonia a la corte de Cosimo de Médici, en Florencia, donde fue traducido por el gran pensador Marsilio Ficino. Se cree que el autor de este tratado sobre magia astral fue un sabio egipcio anterior a Noé. Al parecer, este texto de ciencia oculta permitiría conectar con la energía de las estrellas, dirigiendo su flujo hacia la Tierra en beneficio de la persona que la invoca. Dicha conexión se realiza mediante un ritual con diversas imágenes, entre las cuales están los signos del Zodíaco. Lo que intentaban los magos del Renacimiento era replicar así el proceso que se da en las pirámides, cuya especial construcción las capacita para servir de vías de acceso a otro tipo de energías. Y todo ello venía detalladamente explicado en el «Corpus Hermeticus».
Giordano Bruno estaba convencido de que los antiguos egipcios dominaban las ciencias cósmicas y sabían cómo manipularlas para atraer a ciertos espíritus y alojarlos en sus estatuas. A pesar de la oposición de la Iglesia católica y sus amenazas a raíz de una declaración suya que afirmaba que Moisés y Jesús eran grandes magos, el joven italiano comenzó a experimentar con las energías de las estrellas según el antiguo manuscrito.
Bruno creía que la religión mágica de Egipto era la más antigua del mundo y culpaba al judaísmo y al cristianismo de ocultar deliberadamente esta información en su provecho. Para Bruno las estatuas actuaban como una interfaz entre el mundo físico y espiritual, permitiéndole, según él mismo afirmaba, comunicarse con entes de otras dimensiones, cambiar estas últimas y, como consecuencia, transformar el universo material. / Robert Goodman
Antecedentes de la teoría heliocéntrica
Copérnico, Bruno y Galileo no fueron los primeros en difundir la teoría heliocéntrica según la cual la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés, ni fueron los primeros en dibujar el mapa estelar. Los babilonios 3.000 años antes, computaron el año tropical con 27 segundos de error y el sideral con 2 minutos de exceso. Conocieron la precisión de los equinoccios y predijeron y calcularon los eclipses con auxilio de su ciclo llamado saros, que constaba de 6.585 días, con un error de 19 minutos y 30 segundos. Durante mucho tiempo estudiaron las ocultaciones de las estrellas detrás de la Luna, según relata el propio Aristóteles, y conocieron la situación de los planetas respecto al Sol. Además, construyeron cuadrantes, clepsidras (relojes de agua) y astrolabios. También los egipcios poseían profundos conocimientos de las fuerzas cósmicas, mientras en los textos védicos encontramos la prueba de que 2.000 años a.C. a los sabios indios no les era ajena la esfericidad de la Tierra y el sistema heliocéntrico, que no ignoraban Pitágoras y su discípulo Platón. También el culto de Hermes Trismegisto tendía a corroborar la concepción de que el Sol ocupaba una posición distinta a la descrita en el sistema caldeo-ptolemaico universalmente aceptado durante la Edad Media. El orden egipcio de los planetas era distinto al caldeo. Platón recogió el egipcio, al igual que más tarde hiciera Ficino. También Aristarco de Samos ya sugirió en el 270 a.C. que la Tierra no es el centro del Universo, sino que se mueve alrededor del Sol. Y si nos trasladamos al siglo XVI, Paracelso (1493-1541) -contemporáneo de Copérnico (1473-1543), pero que no conocía las afirmaciones de este sobre la Tierra y el Sol- ya intuía, como Agripa, Tritemius (su maestro) y Pico della Mirandola, que la Tierra no era sino un gran grano de polvo planetario, mientras que el Sol, en su inmovilidad activa y fecunda, se convertía en el símbolo de una luz que no iluminaba únicamente a los cuerpos materiales, sino al intelecto y la psique. / Jordi Jarque